En septiembre de 2016, dos meses antes de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, la entonces candidata Hillary Clinton hizo una declaración que aún resuena en la memoria colectiva. Clinton afirmó, en un tono que algunos consideraron despectivo, que se podía colocar a la mitad de los seguidores de Donald Trump en la “cesta de los deplorables”. La candidata demócrata describió a estos seguidores como racistas, sexistas, homófobos, xenófobos e islamófobos, alimentando así una división en la sociedad estadounidense que no ha hecho más que agravarse.
Esta división no solo se observa en Estados Unidos, sino que también se ha convertido en una tendencia en las democracias occidentales. Las encuestas indican que este domingo, en Francia, un amplio segmento de la sociedad que siente que el sistema ha pasado de largo por ellos, podría votar por opciones antisistema, lo que sería otro estallido de este fenómeno.
Trump, contra todo pronóstico, logró ganar las elecciones en 2016 y podría repetir la victoria en 2020. Su victoria se basó en una coalición heterogénea de élites ricas que no quieren pagar impuestos, republicanos de clase media y luego, lo más sorprendente, un conjunto de ciudadanos que se quedaron descolgados en la era globalizada. Esta época ha creado en Occidente vencedores —multinacionales, personas muy cualificadas, profesionales activos en sectores internacionalizados— y vencidos —pequeños comercios, trabajadores del sector manufacturero deslocalizado, personas con poca formación, residentes en zonas periféricas, etc.—
La propuesta progresista de protección a través del Estado de bienestar podría parecer un refugio natural para estas personas. Sin embargo, los partidos progresistas tradicionales han sido considerados corresponsables del sistema globalizado que ha coincidido con pérdidas de empleos, precarización, desorientación cultural para estos votantes. Además, los polos conceptuales del eje derecha/izquierda ya no son el libre mercado/bajos impuestos frente a la justicia social. Los polos conceptuales hoy en día se definen en el eje identitario: derecha tradicionalista frente a izquierda modernizadora, abanderada de sectores en riesgo de discriminación —por razones de género, preferencia sexual, origen, etc.—.
Las personas que se sienten vencidas en esta nueva era a menudo optan por la versión más radical de la derecha tradicionalista, en sintonía con la nostalgia por un tiempo y circunstancias que perciben fueron más favorables para ellos. Entre ellos, sin duda, hay sexistas, racistas e incluso fascistas. Pero etiquetarlos a todos como deplorables es un error no solo por falta de respeto, sino porque evidencia la desconexión y la superioridad moral que ha enajenado a estos sectores.
Estas personas tienen motivos reales para estar insatisfechas. En muchos lugares, las clases medias y bajas están precarizadas, la desigualdad es indignante y el trabajo ya no brinda una vida digna. Desafortunadamente, políticos sin escrúpulos han aprovechado sus quejas, temores y resentimientos para venderles un diagnóstico distorsionado y unas recetas disparatadas.
En cuanto a la diagnosis, ni la migración ni la diversidad de identidades son las causas de los problemas de estas personas. El problema radica en un capitalismo depredador que olvidó que la cohesión social es un prerrequisito esencial de la estabilidad democrática —virtud que también conviene al capitalismo—; en una globalización mal gestionada, que ha producido enormes ganancias para algunos y serias dificultades para otros que no han podido adaptarse bien al nuevo mundo; y en revoluciones tecnológicas que dejan descolgados a algunos, y más lo harán con la irrupción de tecnologías como la inteligencia artificial (IA), que provocará un enorme trastorno en los mercados laborales.
En cuanto a las recetas, las ultraderechas occidentales tienen planteamientos muy diferentes. En algunos casos, como el de Trump, Vox y muchos otros, son ultraliberales y claramente no les importan las clases trabajadoras. En otros casos, como el del PiS polaco o el Reagrupamiento Nacional francés, sí muestran una mayor propensión a programas de protección social.
Todo apunta a que las elecciones británicas que se celebran en unos días representarán la ruptura del espejismo, de esa suerte de hipnosis. Tras años de gestión desastrosa, los sondeos indican que el péndulo regresará a la casilla de una socialdemocracia centrista. Pero aún cuando se rompe el hechizo, nada impide que en el futuro otro encantador de serpientes vuelva a hipnotizar.
Lo único que puede conseguirlo es una gran tarea reformista que gobierne el capitalismo, la globalización y la revolución tecnológica de una manera que atenúe sus aspectos más negativos. El pasado no fue idílico, e incluso si lo hubiera sido, no es posible volver atrás. Tampoco es posible, ni conveniente, revertir la globalización o la integración europea. Hay que mejorarlas.
En esa complicada labor, hay que escuchar bien las quejas de todos, evitar la tentación de la superioridad moral. Detrás de la heterogeneidad de las ultraderechas occidentales hay votantes de distinta índole. Pero, casi siempre, un segmento clave es ese, el de los descolgados por el tiempo moderno.
A veces, estas personas no se encuentran en condiciones materiales extremadamente complicadas. Francia, por ejemplo, tiene uno de los Estados de bienestar más generosos del mundo. La presidencia de Macron, además, ha tenido resultados positivos: se han creado dos millones de empleos, la pobreza se ha contenido, la economía se ha dinamizado. Pero las cifras macro no llegan igual a todos los hogares, y para sentirse insatisfechos, indignados con el sistema, amenazados por migrantes, no hace falta hallarse en una situación extrema.
Es necesaria una paciente, inteligente, contenida labor de construcción del refugio que buscan en medio de un oleaje que no saben gobernar. Una labor que desactive su indignación y ganas de revancha. En Europa, es la UE el instrumento que mejores respuestas puede proporcionar, no los Estados nación, y es por eso —además de mil otros motivos— por lo que el avance de las ultraderechas soberanistas es la peor de las noticias para los ciudadanos en posición frágil que las votan.