El relato más engañoso que se ha perpetuado en la sociedad es que Bélgica es un estado fallido, una nación disfuncional, y que Bruselas, su capital, es una ciudad gris, triste y aburrida, donde no ocurre nada interesante. Como cualquier buen engaño, tiene una pizca de verdad, pero es importante entender la realidad la belge, que se caracteriza por no tomarse nada demasiado en serio, ni siquiera uno mismo. En un mundo figurativo, Bélgica se destaca por su abstracción y dadaísmo, y no permite juicios de valor convencionales.
Resulta fascinante que el elemento que mejor define la identidad de este país sin nación, famoso por su seriedad y aparente falta de humor, sea precisamente eso: el humor. Un humor extraordinario, aparentemente sencillo pero en realidad profundamente arraigado en su tradición e historia. Este es un humor que a menudo pasa desapercibido, especialmente si uno se limita a la zona turística del barrio europeo.
Bélgica es un lugar contradictorio y caprichoso, a veces doloroso, que te acoge rápidamente pero te devora si te resistes. La única forma de sobrevivir, la mejor manera de ser feliz, es abrazarlo. Aceptar a Bélgica tal y como es, disolverte en ella, como hizo nuestra reina Fabiola, amenazada de muerte por un hombre con una ballesta, que acudió a la fiesta nacional con una manzana en su pamela.
El término que mejor explica todo esto es el zwanze, un concepto que nació en el siglo XIX y continúa una tradición de ironía considerada un arte, y la belgitude como ausencia de orgullo colectivo. Es la libertad pura de reír y burlarse, al estilo de los carnavales. Un humor revolucionario y absurdo que le da poder al pobre sobre el rico, al marginado sobre el héroe. El periodista Sander Pierron escribió en 1914: «El zwanze te hace pensar después de haberte hecho reír».
La palabra zwanze puede provenir del alemán o del brabanon, y se utiliza para describir un «movimiento giratorio», una especie de trance silencioso, anarquista, sin reglas ni fronteras, lleno de exageraciones, juegos de palabras y oxímoronos. Este concepto es explicado por la historiadora Eliane Van den Ende en su libro sobre el tema. Los belgas, y yo mismo, somos como derviches girvagos, girando constantemente en un baile de resistencia.
La autoparodia es una forma de ser, con parches, improvisaciones, caos y contradicciones sin dogma. Juez rígido de día, bufón de noche. Así era hace un siglo y medio, y así es hoy. Un alma perdedora e indestructible, ligada al exilio, la soledad, la libertad de prensa. El músico Stromae encarna bien este espíritu de zwanze. Su canción Alors on danse es un himno de alegría externa y letras oscuras y perturbadoras, reflejando a alguien o algo roto por dentro.
«El humor es la cortesía de la desesperación», dijo el pintor Louis Ghémar, padre de este concepto. Hoy, el humor es el arma de aquellos que abandonan el peor país del mundo, después de todos los demás, tras una década. Es el dolor desgarrado de aquellos que han amado, llorado y aprendido a amar sin condiciones. La angustia de aquellos que encontraron una familia y un hogar y se alejan voluntariamente. La convicción de aquellos que no querían venir pero que, agradecidos y apologistas, dirán cuando se les pregunte por Bélgica, lo mismo que Francesca y Paolo desde el Infierno, «Amor, ch’a nullo amato amar perdona // mi prese del costui piacer sì forte // che, come vedi, ancor non m’abbandona«.