El escenario político europeo, con su constante flujo de cambios y alteraciones, se ha introducido en el ámbito español, impactando de manera particular en el espacio de las izquierdas y, más específicamente, en la figura de Yolanda Díaz. Este impacto no ha tenido la misma resonancia que en Alemania o Francia, pero ha generado un notable revuelo en la política española.
El término «espacio» se ha popularizado en la jerga política moderna, reemplazando la noción de «partidos». Este cambio de terminología refleja una tendencia a enfocar más en las personalidades individuales, con líderes carismáticos que definen la identidad de un movimiento, como ha sucedido con Díaz en Sumar. Esta estructura, denominada estructura cesarista, centra la identidad y la dinámica de un movimiento en torno a una figura dominante, cuyo estado de ánimo puede incluso convertirse en un termómetro político. Este modelo ya se implementó en Podemos, con Pablo Iglesias como líder, y Díaz ha optado por seguir un camino similar en Magariños.
A medida que las fuerzas políticas tradicionales han adoptado la lógica de los movimientos, las estructuras partidarias se han vuelto más flexibles y menos jerarquizadas. Esta tendencia hacia estructuras más ligeras, con menos «barones» y una organización que funciona de arriba hacia abajo, recuerda al modelo seguido por Emmanuel Macron en Francia. Díaz, como Macron, nunca ocultó su rechazo a la rigidez de los partidos políticos tradicionales, lo que la llevó a formar una plataforma con poca fuerza para el activismo político.
Las consecuencias de renunciar a las estructuras sólidas son significativas. Al hacerlo, la acción política se reduce a una apelación al público cada cuatro años. La feminista Jo Freeman denominó este fenómeno como “La tiranía de la falta de estructuras”. En ausencia de una estructura formal, se crean inevitablemente estructuras informales que pueden conducir al abuso, especialmente en el ámbito de las luchas por el poder.
Algunos críticos sostienen que el problema de Díaz era la influencia del sanchismo, mientras que otros argumentan que su mayor error fue intentar «matar» a Podemos sin lograrlo. Pablo Iglesias, por su parte, parecía dispuesto a ser derrotado en esta batalla, viendo las primarias como una transacción justa para llegar a un acuerdo con Sumar. No obstante, Iglesias siempre ha creído en el principio de «cuanto peor, mejor«, viendo en la derecha en el poder un trampolín para sus propias ambiciones.
Díaz, sin embargo, parece no haber comprendido que la fundación de un nuevo régimen requiere tomar decisiones difíciles y enfrentar conflictos, tal como lo hicieron Pedro Sánchez en 2017 y Felipe González en 1979. Es necesario llenar «la voluntad de cambio» con un «nosotros» donde las divisiones sean políticas y no personales.
En un país con una larga tradición de conflictos internos en la izquierda, la unificación de las fuerzas políticas de este espectro es una tarea complicada. Pero la unión no se logra simplemente agrupando a las partes, y las cuestiones personales han ocupado demasiado el centro de la escena en los últimos tiempos. Aún queda por ver cuál será el resultado de estas tensiones y cambios en el panorama político español.